CARTA A MI PAPÁ
Viejito lindo,
Hoy me siento a escribirte con el corazón lleno de recuerdos, de esos que vienen y van, entrelazándose con la nostalgia y la gratitud. A pesar de que este año nos separó físicamente, tu presencia sigue firme en mi mente y en mi corazón.
Para todo el mundo siempre serás "Pipo", ese hombre alegre, cercano, y con un humor tan contagioso que podía iluminar cualquier habitación. Recuerdo cómo tus amigos, hermanos y Mamama Nelly te llamaban así, y cómo, con esa simple palabra, se reflejaba la confianza que los demás sentían por ti. En tu risa, en tus bromas y en tus historias del pasado, siempre había una dosis de cariño genuino y de una cercanía que hacían que todos se sintieran cómodos a tu lado. Lo sé porque también pasaba que amigo mío que te conocía, amigo que se sentía en confianza contigo. Siempre les decías: “No me digas Señor, él está en los cielos, dime Pipo.” con una sonrisa de “eres bienvenido” en tu rostro.
Pero para mí, siempre serás mi viejito lindo.
Sé que, como todos, tuviste tus luchas. En tus últimos años, tu vida se tornó más difícil, y a veces tu visión del mundo se empañaba por las sombras del dolor, la enfermedad, tus creencias y el victimismo. Te vi transformarte, y confieso que me costó mucho aceptarlo. Mucho tiempo estuve en negación, en enojo, en frustración, en pena. Pero, a pesar de todo, nunca pude olvidar al hombre que eras, el hombre que me enseñó tantas lecciones importantes. Aún con los altibajos, tu amor por la familia, tu deseo de trabajar, tu generosidad y, sobre todo, tu corazón, siempre fueron lo que más brillaba en ti.
Me enseñaste lo que significa ser caballeroso, respetuoso y amoroso, pero sobretodo me enseñaste el valor del perdón cuando tuve que perdonarte. Tus dichos clásicos, tus enseñanzas sobre la importancia de la primera impresión, la calma en medio de la prisa, y otros más, siguen vivos en mí. Y lo que más me marcó fue tu ejemplo de bondad hacia los demás, especialmente en aquellos gestos de generosidad como las canastas navideñas. Tú nos enseñaste que la verdadera riqueza no es material, sino el amor y la solidaridad que damos a los demás.
Hoy, al recordarte, ya no veo solo tus errores o tus luchas. Veo a un hombre que, a pesar de ser imperfecto y dentro de sus posibilidades, fue un buen padre, un buen amigo, y por sobre todo, un hombre que amaba profundamente a sus hijos. Me enseñaste que, aunque nadie es perfecto, siempre podemos elegir ser mejores, amarnos y ser generosos con los demás.
Así es como quiero que te recuerden: como un hombre lleno de vida, de alegría, de trabajo y de amor por su familia. Al final del día, el verdadero legado que dejas es el amor que nos diste y el respeto que te tuvimos.
Te amo, viejito lindo. Gracias por todo lo que me diste, por todo lo que me enseñaste y por ser el hombre que fuiste. Tu amor sigue siendo mi guía, y siempre será una bendición tenerte en mis recuerdos y en mi corazón.
Nos volveremos a ver, papito.
Eduardo.